lunes, 20 de mayo de 2013

AbdulHamit II visto por Botros a través de Amin Maalouf

Como me enteré que dictó Alí Azzalí,  el 15 de mayo de 2013, en la mezquita mayor de Granada, España,  una conferencia sobre el Sultán Abdul Hamid II,  y en mi actual lectura del libro Orígenes de Amin Maalouf, en sus capítulos 21 y 22, se menciona a este gobernante, realicé la transcripción de dichos capítulos, a fin de que poseer otra referencia y otro punto de vista,  sobre este personaje. Esta es la invitación de la mezquita:


Sultan Abdul Hamid II

15.05.2013 || Por: Dr. Ali Azzali

Quinta conferencia del ciclo Grandes Gobernantes del Islam que está teniendo lugar en la Mezquita Mayor de Granada. Miércoles 15 de mayo


Abdul Hamid II, 34º sultán del Imperio otomano, y segundo hijo del sultán Abd-ul-Mejid I, accedió al trono el 31 de agosto de 1876 y fue depuesto por la sublevación militar de los Jóvenes Turcos en el año 1909. Su gobierno retrasó unas décadas el desmoronamiento del Califato, pero su derrumbe político significó de facto el colapso del Gobierno otomano.
Esta conferencia será impartida por Dr. Ali Azzali, musulmán italiano, doctorado en Historia y vicerrector del prestigioso Dallas College de Ciudad del Cabo. Su profundo conocimiento de la historia europea hace del Dr. Azzali la persona indicada para mostrarnos la justa dimensión del último gran Sultán del Imperio otomano, cuya magnanimidad ha quedado en la memoria a pesar de todas las infames y vergonzosas calumnias vertidas contra su persona.

 DONDE: Sala de Conferencias
Mezquita Mayor de Granada
CUANDO: 19:30 horas
Miércoles 15 de mayo

Como se observa en esta invitación, los promotores de la conferencia, adelantan  que Azzli mostrará la “magnanimidad ha quedado en la memoria a pesar de todas las infames y vergonzosas calumnias vertidas contra su persona.” Es decir se adelanta que Abdulhamid era magnánimo, o al menos, su magnanimidad ha quedado en la memoria de… (no dice de quienes) y que hay infames calumnias contra su persona. Se hace la observación que se espera en algunos meses adelante, reponsables de la web de la mezquita, publiquen completa esta conferencias y podamos saber lo que realmente expreso el dr. Azzali.

Por lo pronto, a los interesados, adelanto la visión de Amín Maalouf, que en en su libro Origenes (una investigación sobre sus orígenes familiares)  a través de su abuelo Botros, que fue contemporáneo del sultanato de Abdulhamit, narra dicha época. Se aclara que Maaloouf no centra su relato en el análisis del Sultán, sino en las ideas de su abuelo. A continuación la transcripción literal de los capitulos 21 y 22 de Origenes (Alianza Editorial) para dar una idea la lector de tal sultán y de la revolución de los “Jóvenes Turcos”


(2) Amín Maalouf
Orígenes
Alianza Editorial
1ª. Edición “biblioteca de autor”
Madrid, 2007
Capítulo 21. Página 121 a 126


Ese zafarrancho de oriente al que aspiraba mi abuelo estaba mucho más cerca  de lo que se imaginaba. En los primeros días de Julio de 1908, dos jóvenes oficiales  otomanos, llamados Niyazi y Enver se emboscaron en las montañas de Macedonia, desde donde anunciaron que izaban el estandarte  de la sublevación hasta que se promulgase una constitución moderna. Ambos pertenecían a una sociedad secreta que existía en la ciudad de Salónica, se llamaba Comité para la Unión y el Progreso y formaba parte de un movimiento de oposición más dilatado cuyo nombre quedaría en la historia, el de los Jóvenes Turcos.

Al principio del alzamiento, todo el mundo estaba convencido  de que traerían encadenados a Constantinopla a los dos oficiales para someterlos a un castigo ejemplar. Pero cuando el sultán Abdulhamit envío un regimiento para someterlos, los soldados confraternizaron con los insurgentes. Y cuando el sultán ordenó a una división de élite que los atacase, también ésta decidió no acatar las órdenes. En pocos días el ejército otomano estaba si no en estado de rebelión declarada, al menos en estado de insumisión.

Incapaz de atajar el movimiento, el monarca no tardo en sacar las pertinentes consecuencias. En vez de esperar la conquista de su capital y su propio palacio, se adelantó a los insurrectos despidiendo personalmente al Gobierno y llamando al poder a personalidades reformistas, anunció también que había decidido declarar vigente una constitución liberal que se había redactado muy al principio de su reinado, treinta años antes, para quedar suspendida después; a partir de ese momento iban a respetarse las libertades básicas, se abolía la censura y se convocaban elecciones libres.

En la mayoría de las provincias hubo una explosión de júbilo. En Salónica, una de las primeras ciudades en caer en manos de los revolucionarios, recibieron como héroes a Niyazi y Enver, y éste -¡un joven de veintisiete años!- declaró subido en una tribuna, ante la multitud rebosante de gozo, que a partir de ese momento ya no habría en el imperio ni musulmanes ni judíos, ni griegos ni búlgaros, ni rumanos ni serbios, “pues todos somos hermanos y bajo el mismo horizonte azul nos vanagloriamos de ser otomanos”

Aunque a Botros lo alegraron esas conmociones, no tardó en dar rienda suelta a la inquietud. Cuando lo invitaron a tomar la palabra en una ingente reunión pública que se organizó en Zahleh, empezó por dar la enhorabuena a nuestros valientes soldados que han puesto su sangre al servicio de la libertad, pero, acto seguido, puso sobre aviso a sus compatriotas con las siguientes palabras:

No podéis ignorar que desde hace mucho los pueblos de la tierra nos miran con desdén y desprecio. Nos consideran seres indecisos, carentes de principios morales. Comparan sus avances y nuestro atraso, su gloria y nuestra humillación, su desarrollo y nuestra decadencia. De forma más general, dicen de nuestra impotencia cosas que duele oir. Cuando teníamos que haber respondido a estos ataques, nos parapetamos tras la tiranía para decirles a los demás pueblos y decirnos a nosotros mismos: “¿Qué queréis que hagamos si tenemos este régimen?”.

Hoy no contamos ya con esa disculpa. Y me da la impresión de que el mundo entero nos está mirando y se dice: “El pueblo otomano ya no está encadenado; ha dejado de existir el pretexto que alegaba para disculpar su atraso. ¡Veamos que hace ahora!”. Pues bien, si transcurre cierto tiempo sin que demos alcance a los pueblos avanzados, estos ni siquiera nos miraran ya como a seres humanos. Se convencerán de que sólo nos crearon para la humillación y el sometimiento y se abalanzarán sobre nuestros bienes y nuestros intereses para devorarlos…

Es curioso que Botros estuviera tan preocupado siendo así que la revolución no estaba aún sino en sus primeros balbuceos. No cabe duda de que se debía a su visión de la sociedad de su tiempo, visión de la que ya he hablado y, según la cual, si los dirigentes están corrompidos es porque la población lo está no menos…Pero había otra razón más inmediata: ya estaban sucediendo los acontecimientos muy graves que no anunciaban nada bueno.

Pues si bien el monarca se había doblegado, cómo hábil político, ante las exigencias de sus enemigos victoriosos, bajo cuerda había empezado a llamara a filas a todos aquellos a quienes preocupaban las alteraciones. En los ambientes apegados a la tradición , a los agentes del sultán-califa no les costo nada extender la idea de que aquellos revolucionarios eran ateos e infieles que intentaban socavar los cimientos de la fe para poner en su lugar innovaciones diabólicas importadas de Occidente. Les decía que para convencerse de ello bastaba con mirar a las mujeres. Hasta ahora se habían vestido pudorosamente, pero de repente empezaban a andar por la calle enseñando la cara y a opinar a voces, igual que los hombres…¡El califa había tenido que publicar un firmán especial para llamarlos al orden!

Por lo demás, cuchicheaban los enviados del monarca, fijaos en quienes han aplaudido ese movimiento desde el primer día: ¡armenios, cristianos de Siria, griegos y claro está, los de Salónica! La última palabra la acompañaban de un guiño y el mundo entendía: los judíos. En el entorno del sultán se acusaba también a los ingleses, los italianos y, sobre todo, los masones.

Todo ello no era falso más que a medias. Es cierto que el movimiento había nacido en Salónica, lo que no había extrañado a nadie; dentro del Imperio, esa ciudad era la capital de las Luces. Allí estaban los mejores colegios; existía incluso una competencia entre las diversas comunidades religiosas, cada una de las cuales se jactaba de brindar una enseñanza mejor que las demás. Y la palma de la exquisitez le correspondía sin duda a la menor de ellas, a la más curiosa, a aquella cuya existencia ignoraba la mayoría, tanto en el Imperio otomano como en el resto del mundo: los sabatianos, adeptos remotos de Sabbatai Sevi, que se proclamó Mesías de Esmirna a finales del año 1665. Despertó una enorme esperanza en todas las comunidades judías, desde Túnez hasta Varsovia, pasando por Amsterdan , y también intranquilizó a las autoridades otomanas, que lo intimaron a escoger: o se convertía al islam o lo ejecutaban. Prefirió conservar la vida, “llevó turbante y se hizo llamar  Mehmet efendí”, como cuentan las crónicas de la época. En el acto, cuantos habían creído en él lo abandonaron: hay historiadores que opinan que fue por esa traumatizante desilusión por lo que muchos judíos se desviaron de la espera mesiánica para dedicarse, en adelante, a los asuntos temporales.

Tras morir Sabbatai, en 1676, sólo se seguían siendo fieles alrededor de cuatrocientas familias de Salónica. En turco las llamaron durante mucho tiempo dönme, “los que se han dado la vuelta”, es decir, que se han “convertido”, apelativo no poco desdeñoso que en los últimos tiempos, se ha desartado para usar sencillamente la de “salónicos”. Conservan éstos imprecisas referencias a ese pasado suyo tan agitado y su auténtica fe es ahora laica; ya lo era claramente a finales del siglo XIX.

Si tengo interés de hablar de esos hombres es porque desempeñaron, sin pretenderlo, aunque no ciertamente por causalidad, un papel insustituible en la difusión de las nuevas ideas dentro del Imperio. Fue de hecho en uno de sus centros, que fundó y dirigió un tal Chemsi efendi, en dónde un muchacho llamado Mustafá Kemal –el futuro Ataturk- cursó la enseñanza primaria. Su padre Alí Reza, no quería que la instrucción de su hijo se limitase a la escuela coránica tradicional, deseaba que asistiera a una escuela capaz de impartir una enseñanza “a la europea”

Y de esa chispa nació una poderosa hoguera.

¿Cómo pudo un movimiento mesiánico del siglo XVII morfosearse, dos siglos después, en un candente vector de laicismo y modernidad. Es un asunto que lleva años fascinándome y cerca de cuyas orillas he andado siempre, de la misma forma que nos paseamos pensativos por la playa; pero nunca me he adentrado en él; ni tampoco ahora voy a adentrarme, pues no van por ahí mis orígenes. Dicho lo cual, intuyo –o, al menos, creo notar con mis antenas de forastero perpetuo y de persona perteneciente  a una minoría- lo que pudo ser la existencia de esas cuatrocientas familias sabatianas que para los musulmanes no eran musulmanas en realidad; que para los judíos tampoco eran totalmente judías,; y que para los cristianos eran doblemente infieles. Remontarse por encima de las adscripciones limitadas debió de parecerles  el camino más noble y generoso para salir del atolladero. Y fue menester que la comunidad se encauzara precisamente por él un buen día, en vez de tirar por otro. Habría podido también ovillarse y volverse completamente rígida para protegerse de la desintegración.

La salvación del alma de los sabatianos fue –al menos así lo veo yo- en primer lugar el espíritu que les había infundido el fundador. Todo el mundo hizo befa de él porque puso la vida por delante de la fe; si se piensa en ello con calma, no se le puede quitar por completo la razón. La vocación de las doctrinas es servir al hombre. Y no al revés. Por supuesto que podemos respetar a quienes se sacrifican por un ideal, pero hay que admitir también que en el curso de la Historia se ha sacrificado demasiada gente por malas razones. ¡Sea bendito quién eligió la vida! ¡Sí, bendito sea el instinto humano de Sabbatai!

El otro factor que, desde mi punto de vista, desempeñó un papel primordial en la evolución de los sabatianos es precisamente Salónica, una ciudad en la que existía ya una interminable serie de comunidades religiosas y lingüísticas, todas ellas minoritarias, todas ellas más o menos toleradas y todas más o menos marginales, como la mayoría no tenían intención de predominar, competían entre sí en saber; también en riqueza, por supuesto, pero eso sucede con mayor frecuencia. Ese entorno evitó que los sabatianos se fosilizaran y los movió a implicarse en cuerpo y alma en sus escuelas.

Lo que quisieron hacer los sabatianos en Salónica es más o menos lo que quisieron hacer por los mismos años y por razones comparables hombres como Jalil y Botros: difundir en su entorno las Luces del saber para que Oriente diera alcance a Occidente y el Imperio otomano llegara a ser un día un gran Estado moderno, poderoso, próspero, virtuoso y plural; un Estado en el que todos los ciudadanos tuvieran los mismos derechos fundamentales, cualquiera que fuese su filiación religiosa o étnica. Algo así como el sueño americano en las tierras de Oriente para personas pertenecientes a una minoría, generosas y desnortadas.

Amin Maalouf
Orígenes
Alianza Editorial
Madrid, 2007
Capítulo 22, página 127

Ese ideal lo compartía en Salónica buena parte de la población que recibió con entusiasmo la revolución de 1908. El Comité para la Unión y el Progreso, al que pertenecían los rebeldes, tenía mucha mayor implantación en esa ciudad que en el resto del Imperio; contaba efectivamente entre sus miembros con sabatinos, judíos “normales”, vecinos de nacionalidad italiana, búlgaros y también albaneses musulmanes –como Nisayi- , circasianos y muchos turcos –como Enver, el principal rebelde oficial-. Pero al sultán y sus partidarios  les resultaba fácil señalar con el dedo a los elementos no autóctonos y preguntarle al buen pueblo con qué derecho esa gente que siempre había estado sometida al sultán-califa se permitía ahora inmiscuirse en los asuntos del Imperio. En lo referido a los miembros musulmanes de la cofradía, los partidarios de la tradición daban a entender que eran todos unos masones y, en consecuencia,, unos ateos y unos renegados.

También en esto había una mezcla de verdad y mentira, puesto que las logias de Salónica –sobre todo las logias italianas- habían desempeñado efectivamente un papel significativo en la gestación y la difusión de las ideas revolucionarias.

Pero no hay que sobreestimar dicho papel; esa aspiración al cambio, a la liberación, a la reacción, al “despertar de Oriente” llevaba ya décadas germinando en varias provincias del Imperio, e incluso en mi pueblo; no había necesidad alguna de que se la “inventase” una noche en Salónica una reunión de masones italianos.

Pero la labor de zapa que habían emprendido los agentes del sultán cuajó entre la población y el ambiente se fue deteriorando; y tanto fue así que, en abril de 1909, ocho meses después de haber cedido ante los sublevados, a Abdulhamit le pareció que había llegado ya el momento propicio pata volver a hacerse firmemente con las riendas. Proliferaron a la sazón por todo el Imperio acontecimientos sospechosos que se achacaron en aquel momento a los esbirros del monarca, hipótesis que no se puede descartar, aunque a decir verdad, no haya seguridad de nada. Las alteraciones más serias ocurrieron al sureste de Anatolia, y sobre todo en la ciudad de Adana, en donde estallaron revueltas que tomaron un giro claramente antiarmenio y acabaron en matanza, una primera matanza de envergadura que no fue la última.

Unos días más tarde, hubo una manifestación de soldados y sacerdotes partidarios de la tradición en la propia Constanttinopla, a las puertas del palacio imperial, para exigir que se volvieran a “implantar los valores auténticos”. Lincharon por la calle a algunas personalidades reformistas; otras –ministros en su mayor parte- tuvieron que pasar a la clandestinidad. El sultán dejo constancia de que el gobierno de los jóvenes Turcos había dejado de existir y anunció que se doblegaba ante la voluntad de un buen pueblo al suspender la Constitución. Podemos suponer que no tuvo que violentarse demasiado para hacerlo…
Pero entonces sucedió, igual que en julio de 1908, lo que nadie tenía previsto, unas cuantas unidades del ejército movidas por esos mismos Enver y Niyazi, marcharon de Salónica sobre Constantinopla, aplastaron la contrarrevolución casi sin pelea y tomaron el palacio imperial. En el acto, la mayor autoridad religiosa del país, el cheik-ul-islam, hombre favorable a las tesis reformistas, proclamó una fatwa en la que opinaba que había que destituir a Abdulhamit “por tiranía, asesinato, rebelión armada y violación de la sharia”, volviendo así, como quien dice, contra el califa sus propias armas. El parlamento, que se reunió ese mismo día, escuchó la lectura de ese texto y lo aprobó como un solo hombre.

Para anunciar al soberano que estaba destituido, el congreso le envío una delegación de cuatro diputados: dos musulmanes, un cristiano armenio y un judío. Proporción tanto más significativa cuanto que éste, Emmanuel Carasso, era, además, un alto dignatario masón de Salónica. Por lo demás, fue en esa ciudad donde encerraron, bien vigilado, al depuesto soberano; en una morada suntuosa, sí, pero encerrado.

Uno de sus hermanos llamado Rashad, lo sustituyó en el trono con el nombre de Mehmet V. Lo decían partidario de los Jóvenes Turcos o, al menos, poco partidario de enfrentarse a ellos.

Botros celebró su subida al trono con un poema que tuvo, ese año, gran repercusión.

¡Saludo la era de Rashad, que restaura nuestra edificación que habían derribado!
Saludo las espadas de Niyazi y Enver, saludo a la cofradía que las desenvaino.
Saludo a los hombres libres de todas las comunidades…

Al parecer los partidarios de la revolución recitaban esos versos sacando pecho no solo en Zahleh, sino también en Beirut, en Damasco, en Alepo e incluso en Constantinopla, aunque eso no quería decir que supieran quien era el autor.

Si los muertos no mueren del todo y si mi abuelo está en este momento en la habitación, cerca de mi, mirándome mientras revuelvo su archivo, quizá desea que detenga aquí las citas y pase a otro capítulo. Porque me estoy acercando a un terreno en el que no le habría gustado que me metiera. Y yo también, por lo demás, preferiría no tener que meterme en él. Pero, si estoy en enfocar al olvidado abuelo con un haz de luz, eso tiene un precio, y no se puede llevar la verdad atada a una correa. No puedo, pues, ahorrarme al decir que, antes de saludar así a los derrocadores de Abdulhamit, mi abuelo había cantado más de una vez las alabanzas de ese sultán en sus cuadernos.

Cuento las veces, a fuer de exacto… Encuentro ocho menciones elogiosas, o al menos diferentes. Si hubiera buscado más a fondo, habría encontrado más. No voy a citarlas todas, pero tenía que poner ésta, sacada de una alocución pronunciada en Zahleh:

Por descontado que la primera y la última alabanza deben ser para quien se halla en los principios de todas las acciones benefactoras, Su Majestad Abdulhamit Jan, nuestro venerado soberano, hijo de sultán, cuyo floreciente reinado prolongue Dios…

Algo más adelante, estos versos:
Si buscas de que metal está hecha la virtud,
Mira hacia donde está la familia otomana.
El destino, tantas veces cruel, se mostró bondadoso
Al darnos por soberano a Abdulhamit…

En la página de al lado, estas palabras que Botros garabateó a lápiz:

Hay que cambiar este verso.

En otros cuadernos, mi abuelo refiere que el día en que le llegó la noticia de la destitución de Abdulhamit y la subida al trono de Mehmet Rashad, asistía a la representación de una obra de teatro llamada Saladino. Y que subió al escenario para pronunciar en nombren del pueblo otomano unas cuantas palabras sobre el monarca depuesto.

La gente le había confiado su vida, su honor y sus bienes, pero lo vendió todo a precio vil. Su nombre estará por siempre mancillado, pues, en vez de expulsar del reino la traición y la corrupción, envió a sus agentes para que extendiesen el odio y la sedición. Y por eso le digo a ese ser arrogante…

Vienen a continuación unos cuantos versos especialmente feroces, pero ya basta. Me quedo aquí. Tampoco quiero agobiar a mi abuelo sólo porque no tuvo tiempo de poner en orden sus escritos antes de morir, o porque sus palabras fueron cambiando a tenor de los vuelcos políticos. ¡Qué quien nunca haya cambiado le tire la primera piedra!

Porque se de el caso además de que aquel sultán, Abdulhamit, era un personaje complejo y ambiguo, acerca del que siguen discutiendo los historiadores. Todo mueve  a creer que cuando subió al trono tenía de verdad la intención de reformar el Imperio para convertirlo en un Estado moderno comparable a las potencias extranjeras que dominaban en el mundo de entonces. El ejercicio del poder lo fue haciendo más desconfiadio y más cínico; hay quien dice que perverso e incluso paranoico. Porque temía que las cosas se le fuesen de las manos, como suele suceder con frecuencia cuando un poder que lleva mucho tiempo siendo tiránico empieza a aflojar; a mayor abundamiento, la dinastía otomana estaba en una fase de decadencia acelerada e irreversible y ningún monarca, por hábil que fuera, podía ya invertir la tendencia.

En otra época, Abdulhamit podría haber sido un gran soberano; llegó demasiado tarde, pero pese a todo es, desde el punto de vista de la mayoría de los historiadores, el último sultán digno de ese título.

Pero dando de lado al monarca, quien me interesa es mi abuelo. Sus benevolencias, sus intransigencias y sus transigencias, sus indignaciones, sus titubeos. No pretendo defenderlo a toda costa, pero me parece que entre todas sus tomas de postura se daba una coherencia: mi abuelo, por principio, no era hostil al Imperio otomano. Le habría agradado mucho ver como se convertía en una monarquía constitucional en vez de desintegrarse. Se proclamaba con orgullo “ciudadano otomano” y soñaba con un extenso Estado de incontables tradiciones en donde todos los hombres fueran iguales, dando de lado la religión o la lengua, y donde ejercitaran sus derechos al cuidado de un soberano íntegro y bondadoso; dicho sultán constitucional habría podido incluso seguir siendo, de ser necesario, el jefe nominal de la “iglesia” mayoritaria, algo así como el rey de Inglaterra. No fue ésa la decisión de la Historia. “Nuestro” imperio se deshizo, como les sucedió al de los Habsburgo, en una polvareda de míseros Estados étnicos cuyo mortífero pulular causo dos guerras mundiales y decenas de guerras locales y ha corrompido ya el alma del milenio recién iniciado.

La Historia de equivoca con frecuencia; pero nuestra cobardía de hombres mortales nos lleva siempre a explicar doctamente porque fueron atinadas sus decisiones, porque fue inevitable lo sucedido y porque nuestros nobles sueños merecían irse al infierno.

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