jueves, 15 de agosto de 2013

El Tratado de Córdoba. Geopolitica de la Independencia de México


 
El proceso geopolítico de la Independencia de México

 

Para mejor entender el Tratado de Córdoba y sucesos de 1821 hay que saber de los actores y factores geopolíticos que influyeron en el proceso de la Independencia de México.


Miguel C. Carranza y Castillo*

 
Para explicar las causas, efectos y objetos del devenir del país a partir de 1821, se tiene que pasar necesariamente por la visualización, retrospectiva e instantánea de lo que ocurrió en España y el modo como influyó en el desarrollo de los acontecimientos. Ubiquemos las coordenadas en tiempo y espacio del reinado de Carlos IV, en la localidad segoviana de San Ildefonso, donde, el 18 de agosto de 1796, España se vio obligada a firmar un tratado de alianza defensivo-ofensivo con Francia, por cuya causa la primera declaró la guerra a Inglaterra. Durante esta campaña, la flota española fue derrotada el 14 de febrero de 1797 en la batalla del Cabo San Vicente, sin embargo, pudo impedir la toma de Cádiz, de Puerto Rico y el Ferrol, así como el desembarco inglés en Santa Cruz de Tenerife (donde el Almirante Nelson perdió el brazo), aunque finalmente terminó con la victoria de Trafalgar el 21 de octubre de 1805. El 19 de marzo de 1808 ocurrió el motín de Aranjuez, encabezado por Fernando, Príncipe de Asturias, quien obligó a su padre a abdicar a su  favor, sucediéndole en el trono como Fernando VII. En abril, Napoleón consiguió que Fernando devolviera la corona a su padre y éste a su vez volvió a repetir la suerte a favor de Napoleón, quien nombró Rey a su hermano José, el Primero, mejor conocido como Pepe Botella, hecho que revolvió las entrañas del pueblo español. Y, desatando la furia el 2 de mayo de 1808 con una revuelta en Madrid en la que salieron a las calles armados de valor más que con armas, hombres de todo tipo. España, la colonizadora, comenzaba una lucha por su independencia de la misma forma como se inició en México dos años más tarde. Seis años duró el conflicto; los españoles, organizados en guerrillas y cuerpos de ejército formales, se encargaron de hacer la vida imposible a sus huéspedes franceses. Paradójico resulta entonces ver en la misma perspectiva a México y a España luchando simultáneamente por su libertad. Cuando el 17 de mayo de 1808 el Ministerio de Asuntos Exteriores de Napoleón dirigió una circular a todas las autoridades de las Indias comunicándoles el cambio de dinastía, ni una sola provincia aceptó la autoridad del nuevo Monarca, quedando en ellas un dilema de conciencia entre criollos y peninsulares que no podía resolverse de igual manera en todo el ámbito americano. Así dio inicio un proceso de emancipación que tenía tantas lecturas como aristas el prisma con el que se enfocaba el conflicto.  En Tradiciones Cubanas se cuenta un pasaje relacionado con este hecho que dibuja de forma diáfana el conflicto que provocó en las colonias la prisión del Rey: En la tarde del 18 de julio de 1810 ancló en La Habana, procedente de Norfolk, Virginia, Estados Unidos, el bergantín mercante San Antonio. La policía interceptó entre los pasajeros a un joven natural de México, llamado don Manuel Rodríguez Alamán y Peña. Culto y de gran verbosidad, no pareció éste dar demasiada importancia a la cosa, achacándola, sin duda, a un simple error. Pero, el hecho de haberse embarcado para América en un puerto francés hacíale sospechoso, sobre todo ante el Juez de Bienes de Difuntos (así su título oficial), don Francisco Filomeno, quien subió a bordo, se incautó de la documentación del viajero, confiscó el pequeño baúl de equipaje y lo mandó a la cárcel, sita en la planta baja del Palacio de la Plaza de Armas. Allí, el mismo don Salvador de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, entonces Gobernador y Capitán General de Cuba, presenció el interrogatorio e incluso terció en él. No obstante la serenidad del detenido, aclarando su viaje de Francia a Cuba, el Juez de Bienes de Difuntos, en un momento en que el Capitán General se había retirado, hizo venir a un carpintero con los útiles oportunos y le ordenó desarmar el cofre. En efecto, el mismo tenía un doble fondo, donde iban treinta pliegos, visados todos con la firma de don Miguel de Azanza, Ministro de Indias del Rey José Bonaparte, dirigidos a Virreyes, Capitanes Generales y Gobernadores, Audiencias, Cabildos, Consulados y Prelados de Caracas, Cuba, Guatemala, Mérida de Yucatán, México, Puerto Rico y Santa Fe. Aquello sólo bastaba, según las instrucciones que la Junta de Gobierno había dado a las autoridades en las colonias, para colgar a un cristiano. Alamán, ya en manos del Juez de Bienes de Difuntos, supo pronto contarse entre los mismos y se dispuso a morir con entereza. La acusación y el proceso por alta traición fueron simples; la sentencia mucho más. Cayó ahora sobre el reo una avalancha de odio; el populacho, exaltado, pedía a gritos le fuese entregado el mexicano para lincharlo. Someruelos dobló la guardia de la cárcel e hizo público un bando en el que exhortaba a compadecerse de aquel pobre que iba a purgar su delito en el cadalso. El 30 de julio de 1810, doce días después de su llegada y arresto, fue ahorcado frente a las Ursulinas, en La Habana, el emisario de Pepe Botella. Más tarde, Inglaterra, atendiendo a sus propios intereses y comprometida a reducir a Napoleón a su mínima expresión, intervino militarmente en España y así, aparece Sir Arthur Wellesley, posterior Duque de Wellington, al frente de un ejército anglo-español que derrotó a los franceses en Arapiles el 22 de julio de 1812. Wellesley, acompañado de los líderes de la guerrilla española, había entrado en Madrid en los primeros días de marzo y el 19 del mismo mes se juró la Constitución de Cádiz (fue en este tramo de la historia en el que Napoleón vendió a los Estados Unidos los territorios españoles de las Floridas) Esta carta magna, de carácter liberal, acotaba los privilegios del Rey, de la Iglesia y de la nobleza, depositaba la soberanía en la nación y aceptaba la representación de las poblaciones de ultramar en las Cortes. Sin embargo aún le quedaba a España beber un trago posiblemente más amargo que la invasión de Napoleón: el regreso de Fernando VII el 22 de marzo de 1814 y con él, el antiguo régimen absolutista que remitió a la cárcel a los diputados, declaró nulo todo lo hecho durante su ausencia y disolvió las Cortes. En este mismo año se inició la etapa militar de las luchas independentistas de América del Sur, con desastrosas batallas cuya suerte no favoreció a los insurgentes, aunque sí permitieron a los caudillos aprender de sus derrotas. El General José de San Martín llevó a la Argentina a ser la primera nación independiente el 9 de julio de 1816. San Martín atravesó los Andes en 1817 y junto con Bernardo O’Higgins logró la independencia de Chile el 5 de abril de 1818 en la victoriosa batalla de Maipo. Como Chile no podía considerarse seguro con el Perú en manos de los españoles, se organizó una Armada con 8 buques de guerra y 16 transportes con la que San Martín y O’Higgins desembarcaron en 1820 con cuatro mil hombres, entrando triunfalmente en Lima el 12 de julio de 1821. Entre tanto, Bolívar abandonó su refugio en Jamaica y viajó a Venezuela, iniciando su campaña militar en 1818, la que culminó en la Batalla de Carabobo y la ocupación de Caracas el 29 de junio de 1821. Sólo quedaba pendiente la liberación de Colombia, así que sin pausa, Bolívar emprendió la marcha a Bogotá, donde los Generales José de Santander y Antonio José de Sucre ya habían iniciado las operaciones, logrando su liberación luego de triunfar en la batalla de Pichincha el 24 de mayo de 1822. Sin embargo, el Perú fue recuperado por los realistas el 5 de febrero de 1824, por lo que Bolívar inició una campaña de recuperación que culminó en la batalla de Ayacucho, librada el 9 de diciembre, cuando capituló el Virrey La Serna, consolidándose así la independencia definitiva de las provincias españolas en América del Sur. Con estos ejemplos a cuestas, el 9 de marzo de 1820 en España triunfó, sin apenas resistencia, el pronunciamiento militar que había iniciado dos meses antes Rafael del Riego, proceso de carácter revolucionario que volvió a poner en vigor la Constitución de 1812. El 9 de julio, Fernando VII se vio obligado a jurar como Rey constitucional. El gobierno liberal tuvo que hacer frente al sector absolutista, apoyado por el mismo monarca. Los principales problemas que enfrentó fueron el independentismo colonial, el mantenimiento del orden público y la aparición de partidas realistas. La impaciencia del sector constitucionalista radical y la oposición absolutista impidieron llevar a cabo una política de reformas. Fernando VII dilapidaba el oro en conjuras anticonstitucionales y levantaba partidas que se titulaban Ejércitos de la Fe, que promovían la anarquía; trataba despectivamente a sus ministros, derrumbaba gobiernos y se negaba a firmar los proyectos votados por las Cortes y, por otro lado, pedía auxilio a los gobiernos extranjeros. La situación se radicalizó desde mediados de 1822, cuando el 6 de agosto, a causa de los disparates del Rey, se formó un nuevo gabinete liberal; pero los absolutistas por su parte, designaron el suyo, denominado “Regencia Suprema de España durante la cautividad de Fernando VII” que se estableció en la Seu d’Urgell, con lo que se entraba en una fase de verdadera guerra civil. A este período se le conoció como el Trienio Constitucional (1820-1823) en el que se pueden diferenciar fácilmente los intereses del gobierno y los del Estado; el primero estaba persuadido de que se podían conservar las colonias bajo la tutela de España, en un régimen liberal constitucionalmente aceptado por los ciudadanos y diputados americanos, cosa que al Rey le importaba un bledo. En consecuencia, se produjo la intervención exterior de los Cien Mil Hijos de San Luis enviados por la Santa Alianza (Santa Alianza. Los esfuerzos organizados para conservar las instituciones absolutistas en Europa dieron en llamarse equivocadamente en años posteriores con el nombre de Santa Alianza. En realidad la Santa Alianza fue un pacto que firmaron el 26 de septiembre de 1815 el Zar de Rusia Alejandro I, el Emperador de Austria Francisco I y el Rey de Prusia Federico Guillermo III que había delineado el primero de los mencionados soberanos. Más tarde se adhirieron a ese convenio otros mandatarios europeos con excepción del Papa Pío VII, del Príncipe Regente de Inglaterra Jorge Augusto Federico (más tarde coronado Rey con el nombre de Jorge IV) y del Sultán del Imperio Otomano, Mahomet II. Fue una declaración inocua en que dichos monarcas se prometieron entre sí fraternidad y tratar paternalmente a sus súbditos de acuerdo con los principios cristianos. Quizá fue un ensayo del Zar de Rusia para realizar más tarde una organización internacional más efectiva. El nombre se aplicó después a las alianzas que promovió Metternich, que en nada se relacionaban con ese pacto ideado por el Zar de Rusia) Así, un ejército al mando de Luis Antonio de Borbón, Duque de Angulema, compuesto por noventa y cinco mil soldados franceses y por tropas españolas partidarios del absolutismo, cruzó los Pirineos el 7 de abril de 1823, mientras las Cortes huían a Sevilla. La denominación tiene su origen en la exhortación del Rey Luis XVIII, en la cual invocó al “Dios de San Luis”, así como a la disposición segura de “cien mil franceses” para conservar el absolutismo regio español. Sin encontrar apenas resistencia, con masivos apoyos del clero y las masas realistas, el Duque de Angulema entró en Madrid en mayo y llegó a Sevilla el mes siguiente. Las Cortes y el propio Fernando VII, privado de sus prerrogativas regias y a merced de aquéllas, se refugiaron entonces en Cádiz para acabar capitulando en octubre de ese año. El Duque de Angulema mantuvo su presencia en España, en apoyo del Rey, restaurado en el trono desde el 1º de octubre, pero hubo de regresar a Francia ante el escándalo en toda Europa por las sangrientas represalias contra los liberales. En septiembre de 1823 abandonaron el territorio español las últimas tropas francesas, con lo cual, el Absolutismo encabezado por Fernando VII, volvió a controlar España y las colonias que aún le quedaban, el 1º de octubre de 1823. En la misma fecha, Fernando VII desde el campamento francés firmó un nuevo decreto nulificando todos los actos del gobierno constitucional, con lo que desató una ola de asesinatos y proscripciones que alcanzaron a 100,000 personas, reiniciándose así el régimen más tiránico que España conoció. Mientras vivió, siempre mostró su determinación de no reconocer la independencia de sus colonias y soñó con recuperarlas. Muchas fueron las conspiraciones que se generaron para derrocarlo y todas fracasaron. Fernando VII murió en septiembre de 1833, tal vez ajeno, indiferente, impotente para impedir las acciones que sobre su reino se cernían desde dentro y desde fuera de España. Mientras tanto los Estados Unidos de América, como se hicieron llamar las trece colonias recién emancipadas de la Gran Bretaña, surgía como un actor que mostró un apetito voraz para crecer rápidamente y para ello contaba con un proyecto, planes y líderes ilustrados, hábiles políticos inflexibles en sus propósitos. Ellos supieron atraer a su propio escenario a Francia, España y al Reino Unido. Francia era la dueña de la Louisiana desde principios del siglo xvii y España de la Florida desde mediados del siglo XVI. Ambas se vieron involucradas en la Guerra de los Siete Años, que terminó con el Tratado de París, firmado el 10 de febrero de 1763, por el cual Francia cedió al Reino Unido el territorio situado al oriente del río Missisipi y a España el situado al occidente del mismo río, pertenecientes ambos a Louisiana. Así mismo, España cedió a Gran Bretaña el territorio de la Florida. Si bien España recuperó posteriormente Louisiana, se encontró con muchos problemas: dominaba una población de otra nacionalidad, lengua y religión, que además aborrecía la dominación española; sin embargo sus gobernantes, siguiendo la política antibritánica de España, apoyaron la causa de la Independencia norteamericana. La invasión de Napoleón a España regresó Louisiana al dominio francés el 30 de noviembre de 1803 para, veinte días después, entregarla en manos de los norteamericanos a cambio de 15 millones de dólares y así financiar el proyecto imperial. La suerte de la Florida no fue muy diferente, a pesar del Tratado de París, España la invadió en 1781 y, dos años más tarde, tomó oficialmente posesión de su territorio por un nuevo tratado celebrado también en París. Esto dio inicio a otro conflicto que entraría a formar parte del mapa geopolítico de la época, pues los estadounidenses interpretaron que la cesión a Francia incluía también a la Florida Occidental, dados los términos del Tratado de San Ildefonso firmado en 1800. Por otra parte, Estados Unidos exigía de España la renuncia al territorio situado al norte del paralelo 31°. El gobierno de Florida, que antes dependía de Cuba, pasó a unirse al de Louisiana, cuyos gobernadores atrajeron a las tribus indias oponiéndolas al influjo estadounidense. También se canalizó el comercio hacia los puertos del Golfo. Con todo esto y con la ayuda de sus diplomáticos en América, España logró mantener sus derechos hasta que el Ministro Manuel Godoy cedió bruscamente y el territorio hasta el paralelo 31° fue entregado a los Estados Unidos para la creación del nuevo estado de Mississippi. Conocedor y practicante del uso del poder y de la política, el Conde de Aranda, cuyo nombre era Pedro Pablo Abarca de Bolea y Giménez de Urrea (1718-1798), eminente militar y consejero de Estado, emitió su juicio premonitorio sobre la emancipación de las colonias inglesas de norteamérica: “Esta república federal ha nacido pigmea, por decirlo así, y ha tenido necesidad del apoyo y de la fuerza de dos potencias tan poderosas como la Francia y la España para conseguir su independencia. Vendrá un día en que sea un gigante, un coloso terrible en esas comarcas. Olvidará entonces los beneficios que ha recibido y no pensará más que en engrandecerse. El primer paso de esta potencia cuando haya llegado a engrandecerse será apoderarse de las Floridas para dominar el Golfo de México...” Aunque la Florida permaneció bajo la soberanía española hasta 1821, le era difícil mantener el orden y enfrentarse con la consciente tendencia expansionista de Estados Unidos materializada en la invasión del General Andrew Jackson y en la diplomacia de John Quincy Adams. Antes, una ley de 1804, dictada por orden de Thomas Jefferson, declaró perteneciente a Estados Unidos la costa de Florida Occidental, entre el río Mississippi y el río Perdido. Al final de 1813, toda la Florida Occidental estaba de facto en poder de los Estados Unidos. Sin hallarse en guerra con España, en 1818 Jackson invadió la Florida Oriental; hecho que le valió el apoyo popular y el del gobierno. Era Presidente James Monroe y Secretario de Estado John Quincy Adams quien, con el Tratado Transcontinental de 1819 Adams-Onís, forzó a España a entregar lo que le quedaba de su territorio colonial al sur de Norteamérica a cambio de cinco millones de dólares no pagados, sino destinados a abonar reclamaciones estadounidenses contra España relacionadas con supuestas infracciones a las reglas del comercio marítimo en perjuicio de las naves mercantes norteamericanas. La mayoría de los españoles radicados en las Floridas emigraron a Cuba y la huella española acabó por perderse. Pero las cosas no pararon ahí, Thomas Jefferson decía en una carta fechada en París el 25 de enero de 1786, dirigida a un tal Stuart, posteriormente demócrata conservador de Virginia que: “Nuestra confederación debe ser considerada como el nido desde el cual toda América, así la del Norte como la del Sur habrá de ser poblada. Mas cuidémonos de creer que interesa a este gran continente expulsar a los españoles desde luego. Por el momento aquellos países se encuentran en las mejores manos, y sólo temo que estas resulten débiles en demasía para mantenerlos sujetos hasta que nuestra población progrese lo suficiente para ir arrebatándoselos, parte por parte…” (José Fuentes Mares, Poinsett, Historia de una gran intriga, México, Océano, 1982, p. 34) La consigna que Jefferson estableció para la política exterior angloamericana en materia continental era vigilar que el Imperio Español en América no fuera a sucumbir antes de tiempo. Y agrega: “Uno de los propósitos fundamentales de los estadistas norteamericanos consistía en asegurar, para los Estados Unidos, su supremacía comercial en el Continente. De aquí la lucha en contra de los derechos parciales y los privilegios exclusivos, y de aquí también su insistencia tanto en el principio de la utilidad recíproca como en el de la perfecta igualdad. Estas vendrán a ser premisas de la diplomacia continental, y no en vano cuando México establece la cláusula de la Nación más favorecida en beneficio de Colombia, con el propósito de hacerla extensiva a las restantes repúblicas hispánicas del continente, el plenipotenciario inglés Mr.Henry George Ward, la acepta sin mayores reparos, en tanto que el plenipotenciario Joel R Poinsett, por expresas instrucciones de su Gobierno, la rechaza decididamente.” Además, en una carta que con fecha 24 de octubre de 1823, desde su retiro en Monticello, dirigió Jefferson al Presidente Monroe, le menciona, entre otras cosas que: “Nuestra máxima fundamental y primera debe ser: no mezclarnos jamás en los enredos de Europa; la segunda: jamás permitir la intromisión europea en los asuntos de este lado del Atlántico […].Pero tenemos que contestarnos primero una pregunta: ¿Deseamos agregar a nuestra Confederación alguna o algunas de las provincias españolas? Por mi parte, confieso sinceramente haber considerado siempre a Cuba como la adición más importante que pudiera ser hecha a nuestro sistema de Estados. El control que, junto con Florida, nos daría esa isla sobre el Golfo de México, y sobre los países e istmos que lo bordean, al igual que sobre aquellos cuyas aguas en él desembocan, habría de colmar la medida de nuestro bienestar político... Sin embargo, no vacilo en abandonar mi primitivo deseo con miras a oportunidades futuras, y prefiero su independencia (la de las antiguas colonias españolas), sobre la base de la paz y la amistad inglesa, y no su anexión a nosotros al elevado costo de la guerra y la enemistad con Inglaterra.” Ideas que fueron luego la médula de la Doctrina Monroe: “¿Deseamos agregar a nuestra Confederación alguna o algunas de las provincias españolas…?” Esta pregunta ya había sido contestada por Joel R. Poinsett, el sagaz diplomático norteamericano un año antes, en el otoño de 1822, cuando escribía en sus notas sobre México: “La cuestión de Cuba es altamente importante para nuestros estados atlánticos del sur y me interesa agregar que todas las precauciones deberían tomarse a fin de evitar que la población negra llegue a ganar ascendencia en la Isla […] Lo que temo más, por resultar mucho más perjudicial a nuestros intereses, es la ocupación de la Isla por alguna gran potencia marítima. Cuba no sólo es la llave del Golfo de México, sino de toda la frontera marítima al Sur de Savannah, y algunos de nuestros más altos intereses, en lo comercial y político, se encuentran involucrados en su destino. Debemos encontrarnos satisfechos de que se mantenga bajo la dependencia de España o, con el tiempo, enteramente independiente de cualquier nación extranjera.” En vísperas de que el Presidente de los Estados Unidos, James Monroe, diera su mensaje anual al Congreso el 2 de diciembre de 1823, en el que estableció su famosa doctrina, los políticos angloamericanos, con Thomas Jefferson a la cabeza, se habían concentrado en estudiar las propuestas del Primer Ministro británico George Canning para una acción conjunta de los Estados Unidos y la Gran Bretaña sobre la cuestión hispanoamericana, en las que Canning aseguraba no tener ambiciones sobre porción alguna de las colonias españolas, pero John Quincy Adams percibía una trampa en esta declaración, ya que preveía la intención de obtener de los Estados Unidos una promesa formal de asumir una posición contraria a la intervención violenta de la Santa Alianza en España y Sudamérica, pero en especial, contra la adquisición por Estados Unidos de cualquier parte de las posesiones españolas en América. Adams se negaba a limitar los alcances de su Destino Manifiesto, dentro del cual destacaban los apetitos por Cuba y Texas: “No tenemos intención de apoderarnos de Texas ni de Cuba (dijo Adams en aquellos días), pero los habitantes de una o de ambas provincias pueden ejercitar sus derechos primarios y solicitar su unión con nosotros, cosa que ciertamente no podrían hacer con la Gran Bretaña...” Estas eran, dichas de manera muy sucinta, las circunstancias prevalecientes en las vecindades geopolíticas de México cuando iniciaba su camino como nación independiente y que de una u otra manera influirían en el devenir nacional. Con una España en plena crisis política, sumida en una guerra civil, en bancarrota y sufriendo el proceso de emancipación de sus colonias americanas; Inglaterra, emergiendo como gran potencia que victoriosa y dueña del mar, iniciaba su expansión global; Francia, la de Napoleón, derrotada y tratando de recuperarse bajo un régimen monárquico semejante al anterior a su revolución, con muy escasas posibilidades de competir con su eterna rival; Estados Unidos surgía como una joven potencia con un proyecto de nación pensado y creado por sagaces políticos que poseían una visión de largo plazo y alcance, con ambiciosos planes de expansión al sur y al oeste; motivados e impulsados por su victoria militar sobre los ingleses y diplomática frente a los españoles, que les proporcionó sus primeros nuevos territorios y que paulatinamente acumulaba poder para erradicar de este continente toda influencia europea. México era el blanco y sus riquezas naturales el botín que los lobos se disputarían sin pudor alguno. Los líderes de la Independencia de México, cegados por sus disputas internas, fueron incapaces de contener las amenazas que se cernían sobre la joven nación y que la obligaron a sostener por más de cincuenta años una guerra de dos frentes: el interno, caracterizado por el desorden, la pobreza, la división y lo inerme; y el externo, conformado por los intereses de las grandes potencias empeñadas en sustituir a España como centro de poder imperial y que supieron aprovechar las vulnerabilidades generadas por la inseguridad de un país que carecía de proyecto y de intereses nacionales definidos. De ambos conflictos México salió despojado de su dignidad, mutilado de su territorio y violado en su soberanía e independencia.

* Miguel C. Carranza y Castillo
Ensayo histórico sobre la guerra entre México y España (1821-1836)
Secretaría de Marina-Armada de México Estado Mayor General
Unidad de Historia y Cultura Naval
Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México
Capitulo I. Actores y factores geopolíticos que influyeron en el proceso de la Independencia de México pág. 33 a 43.

 

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