A 400 años de  Cervantes,
el ejemplar
el ejemplar
|  Don Miguel en Plaza de Cervantes, Alcalá de Henares, Madrid. Foto: quickiwiki.com | 
Enrique Héctor González
I
Ocurre que siendo como es de biunívoca la ecuación Cervantes-El Quijote,  se olvida a menudo que, entre los cuatrocientos años cumplidos ya por la  primera parte de su obra magna y los dos que faltan para que la segunda cruce  tal umbral, se publicaron, en 1613, doce  narraciones breves que, muy al uso de  la época, el autor tituló Novelas ejemplares.  Junto a las otras tres obras narrativas de  Cervantes (la previsible Galatea, los póstumos Trabajos de Persiles y Sigismunda y su novela por antonomasia), las breves narraciones que hace  cuatro siglos vieron la luz pueden considerarse el punto de partida de un  subgénero literario, la novela corta, respecto del que, si bien es abusivo  asegurar que haya sido inaugurado por el autor del Quijote, no  es exagerado reconocer que, dados su peculiar  concepto y ejecución, tiene en las Novelas ejemplares su primer corpus unitario en nuestra lengua.
Es posible que la apuesta del autor por La Galatea,  obra escrita en el afán de adscribirse a un género –el de la novela pastoril–  que ya había dado sus mejores frutos en 1585, sólo sea un eco del escaso éxito  que Cervantes cosechaba ya en la poesía y, sobre todo, en el teatro. Aunque,  como observa Américo Castro, “la intuición del fenómeno íntimo”, del carácter y  la psicología de los personajes, sea uno de los méritos mayores de aquella  forma novelística, no se trata de una historia caracterizada por su lozanía y  donaire, ese desenfado natural que resulta irrepetible en la prosa quijotesca.  Otro tanto puede decirse de la última entrega narrativa de Cervantes, aparecida  un año después de su muerte: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, laborioso ejercicio en que, “por carta de más”, como diría su  autor, esto es, por una barroquizante elaboración de la estructura, de los  encuentros y desencuentros de la pareja protagónica, la novela se envara en  vericuetos que la vuelven un tanto ampulosa y, de nuevo, poco digna de la  gratísima sencillez alcanzada en su obra mayor.
Las Novelas ejemplares, en cambio, participan del  equilibrio que Cervantes consiguió en  el Quijote. Casi todas fueron escritas mucho antes de su  publicación y se llaman así porque “no hay ninguna de la que no pueda sacarse  ejemplo provechoso”, según su autor. Pero lo que  parecería una olvidable diligencia didáctica (el adjetivo “ejemplares”), estorbosa para el ámbito lúdico en que  Cervantes gustaba de escribir, deviene, en algunas de las historias, una  lección de ambivalencia sólo comparable a la del “entreverado loco lleno de  lúcidos intervalos” que es don Quijote, según lo define Lorenzo de Miranda en  algún capítulo de la segunda parte. 
Se trata de  una docena de textos que, cada uno por sí, no rebasa  las cincuenta páginas y es semejante, en su  tratamiento y extensión, a las dos narraciones  largas interpoladas en la primera parte del Quijote: la Historia del cautivo y la Novela  del curioso impertinente; y curioso es, precisamente, que el término “novela”  se atribuyera, en la época de Cervantes, a obras breves y amorosas como éstas y no a los  textos de más largo aliento, de modo que cuando  hablamos de novela picaresca, pastoril o de  caballerías estamos cometiendo  una evidente anacronía en demérito del término “historia”, reservado entonces a narraciones largas como el Amadís o la Dorotea. Pero al margen del nombre empleado  para referirnos a ellas, las novelas ejemplares cervantinas son textos en que  la amalgama de naturalidad y convencionalidad es así de pródiga que resulta  imposible decidir si las obras nos atraen por la avezada verosimilitud de sus  situaciones o por la ingeniosa manera como se enredan para afinar la trama. Los personajes de este  dodecaedro narrativo son  tipos sociales que encarnan modelos de conducta, oficios o roles propios de su época, pero están  plenamente individualizados,  además de que sus historias traslucen una organicidad, una unidad de estilo y  una semejante manera de abordar la anécdota que las armoniza entre sí, dándoles  un aire de familia inobjetable. 
En Erasmo y España –libro, si los hay, ejemplar por su irrepetibilidad de asunto y  de enfoque–, Marcel Bataillon observa que “la obra de Cervantes es la de un  hombre que permanece, hasta lo último, fiel a las ideas de su juventud, a  ciertos hábitos de pensamiento que la época de Felipe II había recibido de la del Emperador”. Es extraño que tan  persistente conservadurismo termine por facilitar antes que entorpecer la  ductilidad de sus textos, pues una suerte de identidad ideológica, que muchas  veces puede confundirse con el estilo mismo, insufla claridad a las tramas y a las reflexiones. Basta reconocer en los  personajes y narradores del Quijote,  por ejemplo, los juicios que sobre la vida y la literatura ilustran los del  propio Cervantes, para confirmar que la aleccionadora unidad de las Novelas ejemplares no sólo pasa por el filtro de los años y aun décadas que mediaron  entre su escritura y su publicación, sino  que asimismo va sostenida por el mismo  ánimo de enmienda que, ante lo injustamente aceptado, ante lo miserable o  mezquino del mundo, priva en su visión de la sociedad del siglo XVI lo mismo que en  la del naciente XVII.
II
Como  las horas del reloj y los convidados a célebre cena, son doce –queda dicho– las historias del  libro, casi todas  de tema contemporáneo. Asuntos de celos y desencuentros amorosos,  sátiras sociales y caricaturas de psicosis muy personales, protagonizan estos  relatos. Pero los rasgos más acabadamente cervantinos son los que han  prevalecido hasta hoy: la visión lúdica del mundo, el irrestricto elogio de la  libertad y la condición de que honra y linaje no dependen del juicio ajeno sino  del propio, pues al final “uno es hijo de sus obras”. El que Cervantes, como  cualquier escritor, esté atrapado en más de un sentido en la mentalidad de su  época no obsta para que, a la distancia de cuatro siglos, un rasgo esencial del Quijote se trasmine, por así decirlo, en las Novelas ejemplares: su generosa conciencia de la  ambivalencia de sentidos que puede desprenderse de  las situaciones y las actitudes humanas.
A diferencia de la novela sentimental y de  corte pastoril, que también trataba asuntos amorosos, cruces inexactos de  destinos adversos, errancias irreales (y “errar” era casi siempre errar, equivocarse) por derrotas hechizas (y la palabra “derrota”, como camino,  tendría luego una evolución que confirmaría la mala ventura de quien huye o  busca y sólo se pierde), las ejemplares  historias cervantinas son, por así decirlo, de carne y hueso, pues  tratan “problemas del corazón humano en sus conflictos íntimos”. No dejan de  ser artificiosas, para el gusto moderno, porque la estética de la época alababa  y avalaba los sinos sublimes, los enredos inverosímiles y la piadosa solución  de los conflictos más intrincados. Pero eso no obsta para que Cervantes,  aturdido por una suerte de celosa voluntad de radiografiar el alma de sus  criaturas, en comedidas dosis y trazos estrictos alcance la nitidez que le  convenía a la brevedad de sus relatos.
Sea a partir del matrimonio de un viejo y  una joven que, naturalmente, le es infiel en El celoso extremeño; resulte del feliz descubrimiento de un estudiante  cuando advierte que la sirvienta que ama es de origen aristocrático, según  sucede en La  ilustre fregona; pase por la locura de creerse de  cristal, como el Tomás Rodaja de El licenciado Vidriera, quien ha  caído en tan disparatada ocurrencia al comer  el hechizado membrillo toledano que le administró una mujer de ésas “que  llaman venéficas, que no es otra cosa lo que hacen que dar veneno a quien lo  toma”, la originalidad de las Novelas ejemplares radica menos  en la anécdota que en la precisión con que Cervantes diseña los pormenores de  la historia, en su ánimo de enfatizar una personalidad o un dilema configurados  siempre a partir del atinado tono con que sabe entretener, divertir y  diversificar la curiosidad del lector.
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No me  detendría en cada relato sin abusar del espacio previsto. Decir que en la  búsqueda de aventuras de Rinconete y Cortadillo, una de los mejor estudiados, hay algo de don  Quijote, y que la vida licenciosa retratada en El casamiento engañoso no carece de la savia y sabor que a  una buena historia le procuran el conocimiento de primera mano de tal ambiente, recreado con lujo de verosimilitud verbal  como los diálogos entre Sancho y su amo, significa reconocer el arte con que  fueron concebidas y escritas estas novelas ejemplares. Sin embargo, querría  arrendar, así sea brevemente, en una cuyo asunto es fantástico y que indaga, a  través de un discurso tanto cortesano como filosófico, en la “gana de hablar”  de los canes Cipión y Berganza. La trama de El coloquio de los  perros explora, de  manera festiva, el don articulatorio de dos animales, anomalía matizada por su  comedido agradecimiento de este bien (que ellos saben haber recibido  inmerecidamente) y por la asombrosa angustia de ignorar en qué momento perderán  la facultad oral. En una palabra, Cervantes nos los muestra como genuinos seres  humanos apremiados por la contingencia.
En su despilfarrada conducta, sin embargo,  predomina un espíritu racional que recuerda menos a la fábula grecolatina que a  la novela de aventuras, donde el personaje errabundo, durante su viaje, aplica  una lógica que resulta impecable porque de ella depende, muchas veces, su  sobrevivencia. Los perros, en apología del  nomadismo, coinciden en señalar como fuente de su gran discreción el haber  vivido en muchos lugares, lo que los faculta para hablar, incluso, de  literatura.  
En efecto, su lúcida, incesante  conversación satiriza en algún momento la escasa verosimilitud de las novelas  pastoriles casi sin percatarse de que son ellos, unos perros, quienes denuncian  tal irrealidad. A más de esto, se advierte en Berganza que, conforme más habla, menos razona y mayormente le preocupa lo  que le falta por decir, en un irónico, cervantino dibujo de la esquizofrenia  humana. La primigenia humildad deviene entonces perplejidad; el antiguo  agradecimiento es ahora cómico desconcierto: la exquisita ambivalencia del  humor.
Como ocurre en  esa preclara historia del siglo segundo de nuestra era, El asno de oro, de Apuleyo, fue un conjuro el que  produjo este doble parto canino: los perros parlantes son producto de un  encantamiento. Pero si  aquel animal podía recuperar su naturaleza  humana sólo masticando unas rosas, Cipión y Berganza lo harán cuando ocurra la humillación de los soberbios y la elevación de los humildes, es decir…
Estas historias  de juego y hechicería, herederas de las fábulas milesias y la literatura que, desde  Bajtin, llamamos de  carnaval, son de amplia aunque soslayada prosapia y presencia en la cultura popular  europea desde tiempos antiguos. Que su espíritu lúdico haya contagiado a  algunos autores cultos será siempre en beneficio de los lectores dispuestos a  solazarse con historias no por exageradas y  fantasiosas menos dignas de ser reconocidas como andamios en la entreverada  escalera donde, peldaño a peldaño, dialogan el entretenimiento y la visión  crítica del mundo, el desenfado y la puesta en jaque de la realidad y sus  inexactas jerarquías. 
Sólo críticos de viejo cuño, como  Unamuno o Rodríguez Marín, pudieron alentar la especie de que el espíritu de la  narrativa cervantina, cuyo ápice se plasma en  la pasmosa perfección del Quijote, recela del  limitado entendimiento de su autor, pues si bien las Novelas ejemplares no alcanzan en todos los casos la genialidad del libro  más importante de Cervantes, sus innumerables virtudes son suficientes para  confirmar el talento de un escritor que, casi siempre, estuvo a la altura de su  obra. 
 
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