viernes, 5 de abril de 2013

Archivo de la etiqueta: Saladino

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Batallas de la Edad Media (VII): Los cuernos de Hattin

Después de casi un siglo de presencia católica en los territorios de Próximo Oriente controlados por los cruzados, las cosas habían cambiado mucho en el mundo musulmán: de la desunión y el enfrentamiento que había propiciado la entrada y el asentamiento de los cruzados, con los desastrosos resultados que vimos en la entrada anterior sobre Jerusalén, había surgido una figura histórica aclamada para siempre por el mundo árabe como el más grande libertador que dieron los tiempos. Su nombre era Al-Nāsir Salāh ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aunque la cristiandad le conoció como Saladino. Curiosamente, Saladino no era árabe, sino kurdo, un pueblo históricamente maltratado por los árabes.
Saladino fue criado desde pequeño en un ambiente militar, ya que su familia había entrado al servicio del despiadado y temido señor de Mosul y Aleppo, Zengi. Su carrera militar comenzó bajo las órdenes de su tío Shirkuk, quien a su vez servía al hijo de Zengi, Nur al-Din. Juntos participaron en la conquista de Egipto, convirtiendo en un títere al impotente califa fatimí, incapaz de hacer frente a las presiones de los cruzados.
Pero una vez conquistado Egipto, Shirkuk y Saladino decidieron que gobernarían el país en solitario, y que dejarían de estar a las órdenes de Nur al-Din, quien poco pudo hacer para evitarlo en vista del ejército que ambos mandaban y de los recursos que les proporcionaba su nuevo reino. Sobre 1171, y tras la muerte de su tío y la deposición del califa, Saladino se hizo con el control absoluto de Egipto.
Saladino empleó muchos de sus recursos en convertir a su nuevo reino al sunnismo, cosa que consiguió a través de la construcción de mezquitas y de madrasas donde se enseñaba esta doctrina «oficialista» del Islam contrapuesta al chiísmo que por entonces era mayoritario en Egipto. Sin embargo, su vista estaba puesta en el control de Siria, donde la muerte de Nur al-Din en 1174 había provocado un vacío de poder que pensaba aprovechar para convertirse en el señor de todo Próximo Oriente.
La guerra entre musulmanes se prolongó hasta el año 1186. Durante este periodo, y batalla tras batalla, Saladino se hizo con el control de Siria, de Arabia y de Mesopotamia, extendiendo su poder hasta las estribaciones de los montes Zagros. Tan pronto como terminó de afianzar su poder entre los musulmanes, puso toda su atención en el reino cristiano de Jerusalén.
Jerusalén era una herida abierta en el corazón de los musulmanes desde que fuera tomada a sangre y fuego en 1099 por los cruzados francos. Jerusalén: la ciudad sagrada desde donde Mahoma subió a los cielos a lomos de su caballo, ahora tomada por manos infieles que usaban la Gran Mezquita al-Aqsa como establo y que habían convertido la Cúpula de la Roca en una iglesia. Aquello era una afrenta, una bofetada diaria en la cara de todos los musulmanes que tenían que contemplar algunos de los lugares más venerados por el Islam profanados por aquellos infieles salvajes.
Pero no se trataba sólo de Jerusalén: Saladino había pedido durante muchos años el apoyo de las numerosas facciones y tribus de Siria con la promesa de unificar de nuevo el Islam y arrojar a sus enemigos de aquellas tierras, de manera que su propio prestigio estaba en juego. Saladino debía conquistar Jerusalén si quería perdurar en el poder.
Y las continuas provocaciones de los cruzados le iban a poner la oportunidad en bandeja de plata. El noble Reinaldo de Chatillón llevaba tiempo dirigiendo a sus caballeros templarios en reiterados ataques contra las caravanas que atravesaban o pasaban cerca del territorio cristiano, impidiendo el comercio entre Siria y Egipto. Por si fuera poco, Reinaldo había resistido los intentos de Saladino de tomar su inexpugnable fortaleza del Kerak, obligándole a firmar humillantes treguas con los cristianos.
Pero en 1187, la ruptura de la última tregua por el díscolo Reinaldo fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Saladino. El Sultán reunió a su ejército y marchó contra el reino de Jerusalén. En el bando contrario, el ejército cristiano se reunió y partió en busca del ejército sarraceno, encontrándose ambos en un lugar entre dos colinas conocidas como «Los cuernos de Hattin».
Desde el principio, Saladino aprovechó las circunstancias estratégicas favorables para vencer a su enemigo. En primer lugar, las reservas de agua, que en los desiertos de Próximo Oriente significaban la diferencia entre la vida y la muerte, estaban bajo su control. Sabía que los cristianos no tendrían más remedio que atacar para conseguir el acceso al preciado líquido. Por su parte, el ejército cristiano dudaba, ya que conocían de sobra la pericia militar de Saladino, y decidieron esperar a un momento propicio para el ataque. Saladino aprovechó el viento favorable para incendiar una gran cantidad de pastos, sofocando a las tropas enemigas con el humo. Desprovistos de agua, sofocados por el calor y por el humo, el ejército cristiano fue presa fácil para las tropas de Saladino, que masacró a casi 40.000 cristianos, desintegrando por completo la capacidad ofensiva cruzada en la región.
Se dice que al ser llevados el derrotado rey de Jerusalén Gui de Lusignan y su lugarteniente Raimundo de Chatillón como prisioneros ante Saladino, el Sultán cortó personalmente la cabeza de éste último como venganza por los años de ataques y provocaciones (y según se dice, por la muerte en uno de esos ataques de su propia hermana).
Las fuerzas musulmanas se presentaron ante las puertas de Jerusalén sólo unas semanas más tarde de esta clamorosa derrota cristiana, y tras resistir lo posible, la ciudad santa fue recuperada por Saladino para el Islam. Los territorios cristianos seguirían cayendo en los años siguientes hasta que finalmente la presencia de los cruzados en Próximo Oriente se convertiría sólo en un mal recuerdo para las gentes del lugar.

Una oración en la Roca

Una gran cruz de madera finamente decorada era arrastrada por las calles de Jerusalén atada a un caballo. A sus lados, un grupo de soldados  árabes se dedicaba a patearla y escupir sobre ella. De pronto se encontraron con el Sultán, montado sobre su espléndido caballo blanco, y su numeroso séquito, que subían calle arriba, buscando el centro de la ciudad.  Al ver a su señor, los soldados se detuvieron atemorizados, esperando alguna reacción por su parte al ver el atentado sacrílego  que estaban cometiendo contra aquel símbolo cristiano. Los soldados se tranquilizaron cuando éste les sonrió con condescendencia, y siguieron con su irreverente procesión hacia las murallas de la ciudad, por donde pensaban arrojar el crucifijo. El Sultán consideraba que era necesario que sus hombres disfrutaran de algún tipo de compensación tras el cruento asedio de la ciudad, sobre todo después de que les hubiera prohibido terminantemente cualquier acto de pillaje.
La comitiva prosiguió despreocupadamente su camino por el laberinto de estrechas calles empedradas. En casi todas las casas había familias cristianas recogiendo sus pertenencias, y algunos se atrevían ya a salir a las calles cargando con lo poco que habían podido recoger, buscando las puertas de salida de la ciudad. Había soldados árabes y cruzados por todas partes, pero todos ellos respetaban el armisticio pactado entre ambos bandos. Las espadas envainadas y los escudos en el suelo daban paso a las conversaciones entre soldados de uno y otro credo. Aquel día en Jerusalén no habría pánico, ni matanzas.
Durante su breve paseo, el Sultán sentía crecer en él el gozo por la victoria definitiva sobre los infieles y el orgullo infinito de ser el libertador de los Santos Lugares. Por primera vez en muchos siglos, todos los lugares santos del Islam se encontraban bajo el dominio de una sola persona, y esa persona era él mismo: el Sultán de Siria y de Egipto, señor de Alepo y Mosul, de Medina y de La Meca, Salah ad-Din Yusuf, conocido por sus enemigos occidentales como Saladino.
La estrechez de la calle dio paso al gran espacio abierto de la Explanada de las Mezquitas, y por fin pudo divisar la gran mezquita Al-Aqsa y la majestuosa Cúpula de la Roca. Tan sólo unas horas antes, la misma cruz que había visto en la calle ultrajada por sus hombres se erguía sobre la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, pero ahora el edificio estaba rodeado de soldados y mullahs. Al llegar el Sultán Saladino, todos estallaron en gritos, aclamando a su victorioso señor. Saladino recorrió la explanada con la vista y pudo contemplar Jerusalén desde la altura. Aparte de algún que otro incendio, consecuencia de la reciente batalla, la ciudad parecía tranquila ante la histórica transición que estaba viviendo. A lo lejos, una larga columna de cristianos abandonaba lentamente la ciudad por el valle de Josafat. Aunque Saladino había garantizado la seguridad de los habitantes de Jerusalén, casi ningún cristiano quería vivir en la ciudad bajo un gobierno musulmán.
El sol se ponía lentamente sobre el camino que llevaba a los refugiados a la costa. Pronto se les haría de noche en medio de unos campos donde acechaban toda clase de peligros. Al llegar al ocaso del día, Saladino, su escolta y el resto de la multitud que permanecía en la explanada se introdujeron en el interior de la Cúpula. Alá había querido que aquel día memorable fuese viernes, y  llegaba la hora de la oración. En ese momento pudo oirse un canto como no se había oído en aquel sitio durante más de ochenta años…
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Como buen musulmán, oculto su rostro entre las manos, Saladino se dispuso a dar gracias a Alá por su buena estrella; pero mientras lo hacía no pudo reprimir una sonrisa de triunfo en el único momento en que estuvo seguro de que nadie le observaba. Pocos hombres podían experimentar la inenarrable sensación de entrar en la Historia como él lo estaba haciendo en aquellos momentos. Durante los siguientes mil años, generaciones de musulmanes recordarían aquel día con celebraciones y fiestas: el día en que el Sultán Salah ad-Din recuperó la ciudad de Jerusalén para los creyentes, un viernes 2 de octubre del año 1187, 27 del mes de Rajab del año 583 de la Hégira.
Imagen: Noam Garmiza en Flickr.
Sonido: Youtube.
Documentales de Canal Historia sobre las cruzadas (cuatro partes). En total, tres horas y pico de disfrute, para el que se atreva.

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