martes, 16 de abril de 2013

Granada: un milenario para la Historia

Granada: un milenario para la Historia

Día 15/04/2013 - 12.17h

Al igual que los humanos solemos olvidar lo malo de nuestra existencia y recordamos los momentos más dulces, la Historia, que no es ni más ni menos que una de nuestras criaturas, acostumbra a celebrar solamente sus éxitos. Así, en 2013 España rememora uno de esos momentos de gloria, la fundación hace mil años de una de las ciudades más hermosas del mundo, Granada, conocida hoy fundamentalmente por su extraordinario patrimonio artístico, pero que fue también cuna y hogar de alguno de los pensadores más grandes que el mundo islámico ha dado a la humanidad. La hermosura y la grandeza de la Historia de Granada nos llevan a olvidar que se fundó en uno de esos años tristes de la larguísima guerra que asoló al-Andalus tras la desmembración del Califato Omeya.
A esa guerra los árabes la llamaron «fitna», que significa secesión, guerra civil, contienda fratricida en la que musulmanes luchan contra musulmanes, en contra del derecho de los hombres, pero también en contra de la Ley de Dios. Cuatro años antes había sido asesinado en Córdoba Abderrahmán, el segundo hijo de Almanzor, a quien se conocía por el nombre de Sanchuelo, apelativo cariñoso que le daba su madre, hija del rey Sancho de Navarra, en recuerdo de su padre. Los Omeyas gobernaron al-Andalus durante 280 años, siendo todavía la dinastía que durante más tiempo ininterrumpidamente ha reinado en suelo peninsular.

En un lugar escarpado

Tras esa muerte comenzó una lucha sanguinaria en la que distintos grupos (árabes, bereberes, esclavos de palacio o muladíes) pelearon encarnizadamente entre sí para crearse sus propios reinos a imitación de una Córdoba que había conocido su esplendor en el siglo X, pero que ahora se sumía en el caos y la desesperación. En distintos puntos geográficos fueron naciendo taifas con variopintas dinastías y, así, en la región de Elvira se hizo poderosa la familia bereber de los Banu Ziri, los Ziríes procedentes de la Cabilia argelina, que decidieron fundar su propia capital.
Para ello eligieron, como era de esperar en tiempos de guerra, un cerro situado en un lugar escarpado, conocido hasta esa fecha por «hisn garnata», «el castillo de las granadas», posiblemente una pequeña torre o punto defensivo que se denominaba con el nombre latino de la fruta «malum granatum», en plural «mala granata». Aunque enseguida se tradujo el apelativo de aquella fortaleza y las fuentes se refieren a un «hizn arrumán» («rumán» es granada en árabe), su nombre latino perduró en el topónimo de la ciudad, pues sin duda debió de resultarles hermoso y exótico.
La fundación de Granada en 1013 no hacía prever, sin embargo, lo que aquel lugar con nombre de fruta iba a significar en la Historia. Durante mucho tiempo los propios granadinos no dieron gran importancia ni a su ciudad ni a su región. No es de extrañar, pues al fin y al cabo no era más que una comarca andalusí entre otras muchas y, durante los dos siglos que siguieron a su fundación, nada hacía adivinar a sus pobladores que sólo ella perduraría en el tiempo y que, más tarde, el emirato allí fundado en el siglo XIII se convertiría en sinónimo de al-Andalus, en el único reducto arabo-musulmán de la Península Ibérica durante casi dos siglos y medio.

La caverna de los Siete Durmientes

Ni la obra autobiográfica del último rey zirí, traducida magistralmente al español por García Gómez con el sugerente título de «El siglo XI en primera persona», ni otras obras posteriores prestan especial atención a la tierra que vio nacer a sus autores. Un ejemplo representativo de esto puede ser el viajero Abu Hamid de Granada en el siglo XII, quien le dedica tan sólo unas pocas páginas de sus obras y lo hace además de una manera escueta y estereotipada, carente de sentimentalismos. Por un lado, Abu Hamid sitúa en Loja la Caverna de los Siete Durmientes de Éfeso, que se menciona en el mismo «Corán». Por otro, narra la leyenda del olivo que brota y da fruto en un solo día, ubicando el relato, que se conoce también referido a otros lugares, en el Mulhacén, «un monte sobre el que hay nieves perpetuas».
La Granada islámica no cobraría verdadera conciencia de su importancia hasta el siglo XIV, ya en época del sultanato nazarí, cuando ofrece al mundo sus mejores joyas arquitectónicas, literarias y científicas. Precisamente en 1313, exactamente doscientos años después de la fundación de la ciudad de Granada, vino al mundo el visir, historiador, místico, poeta y médicoIbn al-Jatib, un personaje muy sobresaliente que escribió una detallada descripción del Reino de Granada, en la que no escatima alabanzas de su privilegiada naturaleza, gobierno y población, pero donde también lamenta algunos aspectos negativos, como la pobreza que hay en algunas zonas de la capital o el frío que hace en invierno, tan intenso que a veces no permite articular palabra.
Ha pasado un milenio y nadie recuerda ya aquella guerra entre hermanos que se prolongó durante más de veinte años, sino tan sólo la fundación en el cerro del Albaicín de una pequeña ciudad que se convirtió en la capital de un reino. Se ha olvidado también, aunque menos, la otra guerra, la de la conquista, que contribuyó a hacernos el país que somos hoy, una nación de profundas raíces grecolatinas y cristianas. Pero cuando celebramos 1013 como una fiesta, la imagen espléndida de la Granada islámica nos viene indefectiblemente a la mente y nos recuerda que hemos sido muchas cosas distintas: fruta dulce y exótica pintada en el escudo de España y que le dio su nombre latino a una ciudad musulmana; reyes musulmanes que pactaron y comerciaron con reyes cristianos en pos de su propia supervivencia; mucho después reyes cristianos que respetaron la hermosura de lo conquistado hasta hacerlo verdaderamente suyo. De nada nos serviría ahora meditar sobre los versos de Ibn al-Jatib: «Un tiempo pasado es un tal vez y un quizás / un tiempo gastado en reproches y remordimientos».

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