jueves, 11 de abril de 2013

Cartas desde la Tierra

Cartas desde la Tierra
 

Mark Twain


Introducción

El Creador se sentó sobre el trono, pensando. Tras de sí, se extendía el continente ilimitado del cielo, impregnado de un resplandor de luz y color. Ante Él, como un muro, se elevaba la noche del Espacio. En el cenit, Su poderosa corpulencia descollaba abrupta, semejante a una montaña. Y Su divina cabeza refulgía como un sol distante. A sus pies había tres arcángeles, figuras colosales disminuidas casi hasta desaparecer por el contraste, con las cabezas al nivel de sus tobillos. Cuando el Creador hubo terminado de reflexionar, dijo:
“He pensado, ¡contemplad!”.
Levantó la mano, y de ella brotó un chorro de fuego, un millón de soles maravillosos que rasgaron las tinieblas y se elevaron más y más y más lejos, disminuyendo en magnitud e intensidad al traspasar las remotas fronteras del Espacio, hasta ser, al fin, puntas de diamantes resplandeciendo en el vasto techo cóncavo del universo.
Al cabo de una hora fue disuelto el Gran Consejo.
Sus miembros se retiraron de la Presencia impresionados y cavilosos, dirigiéndose a un lugar privado donde pudieran hablar con libertad. Ninguno de los tres quería tomar la iniciativa, aunque cada uno deseaba que alguien lo hiciera. Ardían en deseos de discutir el gran acontecimiento, pero preferían no comprometerse hasta saber cómo lo consideraban los demás. Se desarrolló así una conversación vaga y llena de pausas sobre asuntos sin importancia, que se arrastró tediosamente, sin objetivo, hasta que por fin el arcángel Satanás se armó de valor –del que tenía una buena provisión y abrió el fuego. Dijo:
–Todos sabemos el tema por tratar aquí, señores, y ya podemos dejar de fingir y comenzar. Si esta es la opinión del Consejo…
–¡Lo es, lo es!–, expresaron Gabriel y Miguel, interrumpiendo agradecidos.
–Muy bien, entonces, procedamos. Hemos sido testigos de algo maravilloso; en cuanto a eso, estamos necesariamente de acuerdo. En cuanto a su valor –si es que lo tiene–, es cosa que personalmente no nos concierne. Podemos tener tantas opiniones como nos parezca, y ese es nuestro límite. No tenemos voto. Pienso que el Espacio estaba bien así, y que era útil, además. Frío y oscuro, un lugar de descanso ocasional después de una temporada en los agotadores esplendores y el clima excesivamente delicado del Cielo. Pero estos son detalles de poca monta. El nuevo rasgo, el inmenso rasgo distintivo es... ¿Cuál, caballeros?
–¡La invención e introducción de una ley automática, no supervisada, autorreguladora, para el gobierno de esas miríadas de soles y mundos girantes y vertiginosos!
–¡Eso es!– dijo Satanás. Ustedes perciben que es una idea estupenda. Nada semejante ha surgido hasta ahora del Intelecto Maestro. La Leyla Ley Automática–, ¡la Ley exacta e invariable que no requiere vigilancia, ni corrección, ni reajuste mientras duren las eternidades! Él dijo que esos innumerables y enormes cuerpos se precipitarían a través de las inmensidades del Espacio durante la eternidad, a velocidades inimaginables y en órbitas precisas, que nunca chocarían ya que nunca prolongarían o disminuirían sus períodos orbitales en más de una milésima parte de un segundo ¡en dos mil años! Ese es el nuevo milagro, y el mayor de todos: la Ley Automática. Y Él le asignó un nombre: Ley de la Naturaleza, y afirmó que la Ley de la Naturaleza es la Ley de Dios, nombres intercambiables para una y la misma cosa.
–Sí –acordó Miguel–, y Él dijo que establecerá la Ley Naturalla Ley de Dios– en todos sus dominios, y que su autoridad será suprema e inviolable. –Además –agregó Gabriel–, dijo que pronto crearía animales y los pondría, de igual modo, bajo la autoridad de esa Ley.
–Sí –respondió Satanás– lo escuché, pero no comprendí. ¿Qué son los animales, Gabriel?
–Ah, ¿cómo puedo saberlo? ¿Cómo podría saberlo ninguno de nosotros? Es
una palabra nueva.
(Intervalo de tres siglos, tiempo celestial, el equivalente de cien millones de años, tiempo terrenal. Entra un Ángel Mensajero.)
–Caballeros, está haciendo los animales. ¿Les agradaría presenciarlo?
Fueron, vieron y se quedaron perplejos, profundamente perplejos, y el
Creador lo notó, y dijo:
–Preguntad, responderé.
–Divino –dijo Satanás haciendo una reverencia– ¿para qué sirven?
–Constituyen un experimento en cuanto a Moral y Conducta. Observadlos y aprended.
Había miles de ellos. Estaban en plena actividad. Atareados, todos ellos – principalmente– en perseguirse unos a otros. Después de examinar a uno con un poderoso microscopio, Satanás hizo notar:
–Esa bestia grande está matando a los animales más débiles, Divino.
–El tigre, sí. La ley de su naturaleza es la ferocidad. La ley de su naturaleza es la Ley de Dios. No puede desobedecerla.
–¿Entonces al obedecerla no comete falta alguna, Divino?
–No, no tiene culpa.
–Esa otra criatura, esa que está allí, es tímida, Divino, y sufre la muerte sin resistirse.
–El conejo, sí. Carece de valor. Es la ley de su naturaleza, la Ley de Dios. Debe obedecerla.
–¿Entonces no se le puede exigir que contradiga su naturaleza y se resista, Divino?
–No. A ningún animal se le puede obligar, honestamente, a contradecir la ley de su naturaleza, la Ley de Dios.
Transcurrido un largo tiempo y formuladas muchas preguntas, dijo Satanás: –la araña mata a la mosca, y la come; el pájaro mata a la araña, y la come; el gato montés mata al ganso; todos se matan unos a otros. Son asesinatos en serie. Hay aquí multitudes incontables de criaturas y todos matan y matan, todos son asesinos. ¿No son culpables, Divino?
–No son culpables. Es la ley de su naturaleza. Y siempre la ley de la naturaleza es la Ley de Dios. Ahora, ¡observad, contemplad! Un nuevo ser, la obra maestra: ¡el Hombre!
Hombres, mujeres, niños surgieron en tropel, en bandadas, en millones.
–¿Qué haréis con ellos, Divino?
–Poner en cada individuo, en distintos grados y tonos, las diversas Cualidades Morales, en su conjunto, aquellas que se han estado distribuyendo una por vez, como única característica distintiva en el mundo animal carente del don de la palabra: valor, cobardía, ferocidad, gentileza, equidad, justicia, astucia, traición, magnanimidad, crueldad, malicia, violencia, lujuria, piedad, compasión, pureza, egoísmo, dulzura, honor, amor, odio, bajeza, nobleza, lealtad, falsedad, veracidad, engaño. Cada ser humano tendrá todo esto en sí, y eso constituirá su naturaleza. En algunos habrá características nobles y elevadas que sofocarán a las mezquinas, y esos se llamarán hombres buenos; en otros dominarán las características dañinas, y esos se llamarán hombres malos. Observad, contemplad, ¡desaparecen!
–¿Dónde han ido, Divino?
–A la Tierra, ellos y los demás animales.
–¿Qué es la Tierra?
–Un pequeño planeta que hice una vez, hace dos tiempos y medio. Ustedes lo presenciaron pero no lo distinguieron en la explosión de mundos y soles que surgieron de mi mano. El hombre es un experimento, los otros animales son otro experimento. El tiempo demostrará si el esfuerzo valía la pena. La exhibición ha terminado; pueden retirarse, caballeros. Pasaron varios días. Esto representa un largo período de nuestro tiempo, ya que en el cielo un día equivale a mil años. Satanás había hecho comentarios admirativos sobre algunas de las refulgentes industrias del Creador –comentarios que, leyendo entre líneas, resultaban sarcasmos–. Se los había hecho confidencialmente a los amigos de quienes estaba seguro, los otros arcángeles, pero algunos ángeles lo oyeron e informaron al Cuartel General.
Se le condenó al destierro por un día: un día celestial. Era un castigo al que estaba acostumbrado, gracias a su lengua demasiado suelta. Anteriormente lo habían deportado al Espacio, por no haber otro lugar donde mandarlo, y allí había revoloteado, aburriéndose, en la noche eterna y el frío del Ártico; pero ahora se le ocurrió ir más allá y buscar la Tierra para ver cómo estaba resultando el experimento de la Raza Humana.
Después de un tiempo escribió –muy privadamente– sobre este tema a San Miguel y a San Gabriel.
Continuará…

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